Premín de Iruña

IGNACIO BALEZTENA ASCÁRATE "PREMÍN DE IRUÑA" (PAMPLONA 1887-1972): SU PERSONA, SU VIDA Y SU OBRA

lunes, 3 de marzo de 2014

Carnavales de antaño, por Ignacio Baleztena



Querido lector, con todo lo que le gustaban al aitacho las fiestas y los disfraces, comedias y demás “mojigangas”, nunca fue muy aficionado al carnaval. Y es que en Pamplona normalmente no ha tenido mucho predicamento esta fiesta, excepto en contadas excepciones como vamos a ver, que por lo que sea no han cuajado en nuestra vieja Iruña.

            El caso es que pese a todo estamos en lunes de carnaval, y Tiburcio de Okabío, Premín de Iruña o Ignacio Baleztena también escribió sobre este tema, como veremos en la siguiente iruñería:




“LOS CARNAVALES DE ANTAÑO


            El origen del Carnaval es una cosa de las muchísimas que se encuentran perdidas en la socorrida noche de los tiempos.

            Eruditos que se han aventurado a realizar esta investigación nos aseguran que su origen hay que buscarlo en las fiestas y regocijos que seguían a las faenas de la vendimia. En ellas los vendimiadores entonaban himnos a Baco y, después de copiosas libaciones, cantaban y bailaban, terminando para dar digno colofón al regocijo por embadurnarse las caras con las heces del mosto.

            Estas juergas, al tomar carácter religioso, fueron dedicadas a Dionisos o Baco y los sacerdotes del regocijado dios, para no manchar sus barbas respetables y albas túnicas al pintarse los rostros, idearon cubrirlos con una especie de caretas de papiro que se hacían con las hojas de una planta llamada aretion. Según Virgilio, se utilizaba también, para este objeto, la corteza de ciertos árboles sagrados.

            Creo yo, que aunque nunca hubiera existido las fiestas en honor a Baco ni el patriarca Noé hubiera inventado el vino, la práctica de pintarse las caras y vestirse de mamarrachos en señal de juerga y diversión, hubiera surtido espontánea en la humanidad.

            Y si no, hagamos una prueba. Reunamos en un local una colección de mocetes de diferentes razas, pueblos, costumbres y religiones, que no hayan visto en su vida una máscara ni hayan oído nombrar a Noé ni a Dionisos ni que hayan jamás existido las carnestolendas. Sentémosles en torno a una mesa y sirvámosles una buena chocolatada. Cuando se haya roto el hielo de la primera entrevista y empiecen a animarse, abandonemos el salón dejándolos a su aire. ¿Se apuestan ustedes cualquier cosa, a que, si volvemos a los pocos minutos, los hallamos a todos con sus deliciosas caricas embadurnadas de chocolate, simulando cejas monstruosas, patillas estrepitosas, mostachos a lo kaiser, bigotillos a lo charlot y cuantos caprichos facial-capilares haya podido idear la presunción masculina a través de los tiempos?

            Y si, en vez de críos, reunimos hombres hechos y derechos, el caso se repetirá corregido y aumentado. Por lo visto, la tendencia a ponerse raro para divertirse más es una cosa innata en la humanidad.

            Esto no estaría del todo mal, si supiéramos mantenernos en el justo medio, pero resulta que, una vez que se ve uno con la cara tapada y vestido de colorines, tiende, sin darse cuenta, a hacer el gamberro. Y eso debió ocurrir en Pamplona, en tiempos pasados, como se deduce de lo que aconteció y se acordó en la sesión del miércoles 16 de febrero de 1619.

            En ella, el sesudo y discreto marqués de Santacara recordó a sus compañeros de la corporación municipal que eran próximos ya los nefandos días de las Carnestolendas y que en estas fiestas de paganas reminiscencias, solían acontecer grandes disturbios y disensiones, con motivo de bailes, máscaras y mojigangas. Y al presente, añadía, peligra muy mucho, se acentúen estas perturbaciones, por entrarse, en la ciudad, dos tercios de soldados y, entre ellos y los vecinos, estudiantes y curiales, acaso podrían resultar riñas que degeneraran en muertes, heridas y otros excesos. Ante todo lo cual opinaba que convendría que la ciudad publicase bando mandando a todos sus vecinos, habitantes y moradores se abstuviesen de salir durante dichas fiestas disfrazados en mojigangas y bailes.

            A todos los rexidores parecieron de perlas las discretas razones del señor marqués y, por unanimidad, acordose cargar al docto secretario, Don Juan de Urdániz la redacción del bando prohibitivo. Y el erudito don Juan preparó el que a continuación se copia. Por tratarse de una resolución que rezuma sesudez y buen criterio, somos de opinión que no debe permanecer inédita. He ahí la elucubración municipal:

            “La muy Noble y muy Leal Ciudad de Pamplona, Cabeza del Reyno de Navarra y sus Rexidores en su nombre:

            Hace saber a todos sus vecinos, habitantes y moradores a quienes pueda y deba comprender este bando, que la experiencia ha enseñado los disturbios, disensiones, pendencias, heridas y muertes y otros daños que han resultado y resultan desde el domingo de Carnestolendas, hasta el día de Ceniza, con ocasión de bailes de máscaras, mojigangas y otras, con gran deservicio de Ntro. Señor y de la causa pública. Y deseando ocurrir el remedio, ordenan y mandan que ninguna persona, grande ni pequeña sea osada en salir los tres días de Carnestolendas, primero vivientes, disfrazados en bailes, mojigangas ni en otra manera, pena de que serán castigados con todo rigor en sus personas y bienes, con más los daños que pudieran resultar y que se ejecutarán así en los padres de familia y amos y otras personas que los permitiese salir de sus casas, a arbitrio de la Ciudad; y para que venga a noticia de todos y nadie pretenda ignorancia, se manda pregonar públicamente por los puestos acostumbrados, Fecha en la Ciudad de Pamplona a 18 de febrero de 1689”.

            El carnaval callejero no murió, sin embargo. Volvió a brotar, pero no creemos que nunca tuvo en  Pamplona mayor importancia. El que nosotros conocimos, se reducía en contadísimas comparsas y máscaras sueltas, ataviadas con trajes alquilados a la viuda de Minué, y caretas compradas en casa de Razquin. Algún oso marino que otro, la máscara del higuí, rodeada de mocés que cantaban aquella de -Ay Levitón- me gusta mucho el vino… y pare usted de contar.

            Lo único digno de notarse eran los elegantes y animados bailes, organizados en el Teatro Gayarre por el Casino de Eslava, en el que derrochaba el buen gusto y sano humor.

            Antes de la guerra civil del 78, por lo que oímos contar a nuestros mayores, fueron animadísimas las reuniones carnavalescas que se verificaban en el Casino Principal, que en aquel entonces tenía sus locales en el Vínculo. Disponía de unos locales espaciosos en los que podían bailar cómodamente más de cien parejas . La comisión la formaban vitaliciamente los hermanos Lagarde, Aillón, Villanueva, Iturralde, Ansoleaga, López y Rosich. El salón quedaba artísticamente arreglado bajo la sabia dirección de Casildo Lagarde y Juanito Iturralde y Suit, y el ambigú era servido por Monteverde.

            Se daban tres bailes a los que asistía lo más selecto de la población; la concurrencia era inmensa y el lujo extraordinario, muchas las máscaras, y ataviadas con muy buen gusto.

            “Recuerdo, decía un contemporáneo, que de una tertulia muy nombrada acudieron doce muchachas preciosas disfrazadas de horas, y otro grupo de jóvenes del alfabeto. Ambas comparsas muy bien caracterizadas y lujosamente ataviadas, así como las demás, que no cesaban de dar bromas, constituían un conjunto agradabilísimo”.

            Ya por entonces (1860 y pico) habían pasado a la historia los minués y pavanas. Estaban de moda los lanceros, poleas, mazurcas, walseses Bostón y corridos. El cotillón, con su obligado acompañamiento de rigodones, vino después. Todos ellos, muchos de los cuales llegamos a conocer en nuestra lejana edad de percebe, fueron barridos y desterrados ante el empuje del tango, foxtrot y otros, los cuales, a su vez, se han visto desbancados por el bugui-bugui, samba… y así irá ocurriendo mientras el mundo sea redondo y gire y de vueltas vertiginosas, haciendo perder la cabeza y el sentido común a la inconsciente humanidad.
Tiburcio de Okabío
Diario de Navarra. 27 Febrero, 1949”

Hasta la próxima entrada que será quizá relacionada con la cuaresma, ya que viene el Miércoles de Ceniza, en que un año más acompañaremos al Cristo Alzado hasta la catedral, si Dios quiere.

sábado, 1 de marzo de 2014

Ignacio Baleztena y Sir Samuel Hoare en los sanfermines de 1941



Querido lector, veíamos en anteriores entradas como el aitacho y la familia Baleztena daba asilo y alojamiento a las más variadas personas durante la II Guerra Mundial. (pinchar aquí y aquí). Pues bien, una de los que se alojó en Casa Baleztena fue sir Samuel Hoare. ¿Y quién era este personaje?. Pues una mezcla de diplomático y espía que fue nombrado en mayo de 1940 embajador del Reino Unido en España. Churchill le había encomendado la misión de evitar que España entrara en la guerra a favor de Alemania.

Así el susodicho embajador buscaba bajo manga contactos e informadores entre las gentes de las más diversas procedencias, a la vez evitando enfrentamientos diplomáticos con Franco con quién mantenía una tensa relación.

Sir Samuel Hoare

Por esas cosas de la vida, buscando posibles aliados entre los carlistas, vino a recalar con su mujer en Casa Baleztena en los sanfermines de 1941, cosa que no fue muy bien vista por germanófilos y pro franquistas, que organizaron una protesta contra la familia frente a la casa por acogerlos.

Y qué más quería el sanferminero Ignacio Baleztena que agasajar a un embajador inglés a su estilo. Puso en marcha su maquinaria mezetil para prepararle un completo programa, así que le organizó con el Muthiko Alaiak (peña sanferminera creada por mi padre e integrada fundamentalmente por carlistas) una exhibición de danzas en su honor. Además ya tenía todo arreglado para que le brindaran un toro un día en el que, junto con su hermano Pello, iban a acompañarle a ver una corrida.

El embajador que venía con una misión más bien discreta tuvo que convencer, no sin dificultad, a mi padre de que igual no era lo más prudente organizar semejante guirigay y que por motivos diplomáticos era mejor suspender lo de los danzaris del Muthiko, el brindis del toro y otras notoriedades del estilo, aunque todo esto no fue óbice para que el británico sir disfrutara de unos sanfermines a lo grande guiado por el aitacho, que era el mejor cicerone para este menester.  

Y mientras establecía contactos destinados a indagar la posición de los carlistas frente a Franco y en caso de una invasión alemana, entre festejo y festejo se lo pasó en grande, creándose una amistad personal con los Baleztena que duraría de por vida. La cosa es que se fue de Pamplona encantado y además llegó a esta conclusión: «Cuando salí de Pamplona, lo hice con la convicción de que los navarros se hallaban todavía dispuestos a morir por su fe y de que si en cualquier momento se extendía la guerra a la península, los tendríamos de nuestra parte».

Estas historias de familia que se han ido transmitiendo de generación en generación, tengo la suerte de recordarlas de nuevo junto con mi prima Roshari Jaurrieta Baleztena, ahijada del aitacho, que las vivió muy de cerca al ser contemporánea a todas ellas y además tener una memoria prodigiosa. Que Dios se la conserve muchos años.

Y como epílogo y curiosidad personal, comentaré que años después, cuando me fui en plan aventura a buscar trabajo en Londres, llevaba una carta escrita por mi padre a su viejo amigo Lord Templewood (que era ni más ni menos que el propio Sir Samuel Hoare) para que fuera a visitarle sabiendo que allí me acogerían con cariño. La verdad es que por no hacer caso acabé durmiendo en una siniestra pensión abrazado a la maleta, pero esto es otra historia que no viene a cuento.
Y hablando del Muthiko Alaiak y el grupo de danzas veremos lo que ocurrió en Bayona en breve, pero antes de eso y por las fechas carnavalescas en las que estamos antes introduciré una iruñería sobre los carnavales de antaño en Pamplona, si Dios quiere.